24 may 2014

SOBREVIVIR A LOS TIEMPOS




(La dura vida de la hermana Juana, a quienes la conocimos nos parece que debería estar editada, 
para recordar uno de los episodios mas críticos de postguerra)




La hermana Juana no era una monja aunque se le diese el mismo tratamiento que a éstas. Es que en nuestra tierra es costumbre adjetivar el nombre de pila o el apodo de las personas ajenas y sobre todo a la gente mayor, con la palabra "hermano/a" igual que en otros lugares se decía señora, doña o tía, tal.

En nuestra casa, a la hermana Juana se le consideraba como de la familia, por lo bien que nos cayó cuando la conocimos y lo buena persona que fuimos viendo que era. Y es que, además de cariñosa, tenía una capacidad de servicio a los demás y una generosidad por encima de lo común. Y aunque era una mujer muy pobre, con tantos valores positivos y tantas cualidades favorables como la adornaban, a poco que se le tratara, había que quererla y mucho.

-    Anda hijo -me dijo mi madre- coge tres o cuatro huevos del gallinero y este cesto de patatas y llévaselo a la hermana Juana para que se haga una tortilla para cenar esta noche.  Y si notas que le da apuro aceptarlo, tú se lo dejas encima de una silla o en la mesa y te vienes a casa.

La hermana Juana era una mujer menuda que mediría poco mas de metro y medio y cuarenta y pocos kilos de peso. Muy agraciada de cara, eso sí, y con la sonrisa siempre puesta, aunque como decía en ocasiones; "la procesión va por dentro".  Todavía era una mujer relativamente joven, suficiente de energías y muy ágil. Sin embargo, como la vida no la había tratado ni medio bien, aparentaba mas edad que en realidad tenía. Era viuda, con dos hijos rozando la mayoría de edad, el mayor un varón y la menor una chica, también guapos los dos y muy tratables.

Cuando nos hablaba de su existencia, contaba que su marido (e. p. d.) trabajaba de picapedrero, troceando piedra a destajo para sujetar las traviesas de los raíles del ferrocarril o rellenar el firme de las carreteras antes de ponerles la capa de gravilla y apisonarlas, y murió en accidente laboral en lo mejor de su vida. Justo es decir que siempre que hablaba de él se le rasaban los ojos de lágrima incluso acababa llorando. Por lo que podría deducirse que fue una esposa profundamente enamorada.

Nos explicaba por qué desde que enviudara siempre iba vestida de negro.  Una bata a media pantorrilla y un delantal con bolsillos hermosamente ribeteado con encaje de color también negro y abrochado a la cintura. Para salir a la calle se ponía un pañuelo de seda, igualmente negro  doblado de pico a pico y anudado debajo de la barbilla. Es decir; de riguroso luto.



Sus hijos vivían con ella en una casa pequeña, alquilada, junto a la nuestra. El hijo varón, sin oficio reconocido (creo que hizo la guerra con alguna graduación militar) se dedicaba a no se qué trapicheos a escondidas, con lo que sacaba suficiente para que  su madre y su hermana no carecieran de lo primordial. Lo que no recuerdo es, si además de lo que aportara su hijo, ella tenía asignada alguna cantidad por ser viuda. De cualquier manera, tanto ella como sus hijos aparentaban tener sus necesidades razonablemente cubiertas. 

La casa que ocupaban tenía luz eléctrica, pero no agua corriente. Se servían de agua potable por un pozo que había en el patio, muy bien cuidado con cal viva igual que tenían blanqueada toda la casa.  El alquiler que pagarían por la vivienda tampoco sería muy alto.

La madre y la hija, conscientes de su situación y plenas de energía, trabajaban de sirvientas domésticas con quienes les solicitaba incluso hacían labores del campo si se terciaba. Pues ambas tenían una capacidad de trabajo envidiable y la gente o sabía. En los primeros años cuarenta,recién acabada la guerra, cuando aún se olía a pólvora y a sangre, hubo una persistente sequía y se perdieron las cosechas casi en su totalidad. Con lo que la miseria y el hambre entre gente del campo y familias sin recursos económicos se agudizó de manera inmisericorde. 

Aun recuerdo aquella tarde que,  al regresar al pueblo después de estar arando todo el día, desde lo alto del carro veo un bulto negruzco que se movía lentamente  de un lado a otro cual matojo con la fuerza del viento. Y como el carro rodaba mas ligero que aquello que veían mis ojos,  al alcanzarlo veo que se aparta a un lado del camino para no entorpecer el paso de las caballerías.

Ya delante, dirijo la mirada hacia atrás y veo que quién lleva aquél gran fajo de leña seca a la espalda no era otra persona que la pobre hermana Juana. Si lo hice, no me importa reconocerlo. Pero podría jurar que en aquél momento a algo o a alguien maldije.

Hice parar a las caballerias y de un salto me fui hacia ella, le quité de encima el pesado haz de leña, lo colocamos en el carro como pudimos y nos montamos los dos. Ella con la respiración jadeante aun y yo con los músculos tensos de la rabia que sentí al verla tan agotada como iba, no podíamos hablar. Solo recuerdo que le dije: "Si no le importa madrugar, los días que me quedan por venir con el carro a esta viña, puede venir conmigo y recoger toda la leña que quiera durante el día. Y por la tarde se la traigo en el carro hasta la puerta de su casa".

Creo que durante el trayecto hablamos de poco mas. Pues ninguno de los dos habíamos superado el choque emocional que nos produjo tan inesperado encuentro, ya que ni ella merecía haber llegado a una situación de necesidad tan extrema, ni yo podía hacer mucho mas por ayudarla.

Me cogió la mano y dijo una vez más: ¡Gracias!


















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