17 dic 2011

LA HUERTA DE “PIRROÑA” (Los hidalgos)

Hay veces que me pongo melancólico e inevitablemente emerge en mi memoria aquella dura y demasiado larga etapa de post-guerra en el pueblo, sufrida en plena juventud entre surcos, rastrojos, viñas, barbechos, ribazos, pedrizas, bombos y casas-quintera sin luz eléctrica, donde bebíamos y guisábamos con agua de pozo o de aljibe si el terreno estaba situado en zona donde la profundidad o ausencia de aguas subterráneas hacía que los pozos fuesen escasos. En ese escenario, sin escatimar tiernas energías, unas veces agarrado a la “esteba” del arado, otras con las tijeras de podar o la azada en las manos, realizando la tarea que corresponde a cada época del año, sentía trascurrir el tiempo sin ni siquiera reparar en que existiera otro espacio donde labrarse un futuro preferible unque fuese a costa del aprendizaje requerido en otra profesión. Del horario de trabajo en el campo no hablemos, ya que éste lo marcaba la luz del día, es decir, que la jornada comenzaba al amanecer y terminaba cuando anochecía.

Siendo un adolescente (ahora se diría que un niño) mi familia adquirió unas parcelas de terreno, en un pago llamado “Los Hidalgos”, a un par de leguas del pueblo. Tierras que en unos años se plantaron de viña y para cultivarla, al estar tan alejado, para evitar malgastar el tiempo en los desplazamientos diarios, convenía buscar alojamiento en cualquier quintería de las mas cercanas y una de éstas era la casa-huerta de “Pirroña”.
La huerta tenía este nombre, por ser el apodo o mote por el que se conocía al dueño. Y aunque era una pequeña explotación familiar lo tenía casi todo: el terreno muy fértil, un pozo con abundante agua dulce que extraían con una bomba a motor de gasolina, y como también tenía un amplio espacio cercado en el que pernoctaba un rebaño de centenares de ovejas, el estiércol que éstas generaban junto al que acumulaban las cuadras de las caballerías, todo ello debidamente amalgamado, la mezcla resultante servía para abonar y así enriquecer la tierra cuando convenía hacerlo. De ahí que los diversos productos hortícolas que obtenían fuesen de una calidad y valor ecológico excelentes.
El dueño, el “Tío Pirroña”, un tipo sociable, extrovertido, alto, corpulento, con mas piernas y brazos que cuerpo, curtido por el rigor de un clima excesivo en sus extremos y con un modo de vida yo diría que rústico en exceso, desaseado, a quién los de mi edad conocimos ya era un viejo, aunque con menos años de los que aparentaba, igual nos hablaba de su agitado e inmediato pasado, como del por qué en el presente había decidido hacer su vida en soledad en el campo, aislado de todo contacto social urbano, al parecer un hombre feliz y sin otras ambiciones que las de poder disfrutar hasta el fin de sus días de una vida tranquila y en paz.

El “hermano” Bonifacio, que ese era su nombre de pila, (lo de hermano es el adjetivo que por costumbre se antepone al nombre o mote en aquél “Lugar de la Mancha”) tenía casa y familia en el pueblo pero él, en la huerta, si no era por necesidades de trabajo que precisara la ayuda de alguno de sus hijos para los cultivos de cada temporada, hacía su vida -insisto- casi siempre solo. De ahí que a quienes íbamos de quintería, fuese a su propia casa o a otras de alrededor, nos celebrara por el solo hecho de hacerle compañía. A nosotros, a los ajenos, además de la amable acogida que nos dispensaba y la manera de tratarnos, con su comportamiento hacía que durante los días de estancia en su casa nos sintiésemos como en la nuestra. ¡Gracias “Tío Pirroña! Le recordaremos siempre.
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